martes, 1 de diciembre de 2009

Las Tribulaciones del General Rauda (10)


                                                                       
                                                                   X 
La plaza estaba llena. Seis de  enero, día del Señor de la Misericordia. El pueblo hervía en colores, en sonidos, se confundían en el aire los olores del alcohol y las mandarinas, de los elotes cocidos y de las cañas. En el centro de la plaza la Banda de Pichátaro entonaba sus mejores notas, esa noche los de Zirahuén no les darían batalla. La gente daba vueltas por la plaza. Se cruzaban, se negaban, se suplicaban las miradas. Todo giraba, hervía; sin embargo el joven Rauda caminaba despacio, desafiando la rapidez y los vértigos del sonido. Las palabras siempre se van por otro lado, pensaba Martín, no se entienden, pero las miradas no, esas llegan hasta dentro, tocan el fondo, así, sin más.

Hacía ya un buen rato que Martín Rauda perseguía lentamente a Rosario Domínguez. Se movía ligero, lento; ella lo sabía y por eso trataba de entretenerse mirando los fuegos artificiales y las luces incandescentes. Sabía que de esas miradas era muy difícil sacudirse. Por eso mantenía sus ojos ocupados viendo los puestos de cazuelas, la rueda de la fortuna y los hervores del cazo de carnitas, trataba de ver a las personas que le saludaban pero solo apreciaba sombras, rostros borrosos.

“Oye tú, ya viste quél Martín nos viene siguiendo.”  Le decía su amiga Chela.

“Ya lo vi”  dijo ella temblando.

“Te ve bien extraño, tu.”

“Tú sigue caminando, no lo volties a ver”  dijo Rosario, tomándola del brazo muy fuerte.

La feria reventaba, ya se habían acabado los bautizos y en el jaripeo habían corneado a tres borrachos. La música estaba imparable, los de Zirahuén estaban aplastando a los de Pichátaro. Valía la pena esperar tanto para sentir estos hervores. Y sin embargo Martín seguía caminado pasos atrás de Rosario, esperando, moviéndose lento. Tronaba la pólvora y rumbo a Napízaro ya habían comenzado las carreras de caballos, todo hervía y giraba; pero Rauda no escuchaba ni veía nada, tampoco Rosario.

“Qué tienes, tu, por qué estas como ida.”  interrogó la amiga

“Nada, pues que iba ser, nada.” Contestó Rosario estremeciéndose.

Todo se fue haciendo estrecho, ya no quedaba nada donde poner los ojos, era irremediable, solo había un lugar. Hacía mucho frío, todo giraba y hervía. Fue entonces cuando Rosario tuvo que voltear, miró a Rauda, como atravezándolo con un balazo. Martín se paró en seco. Todo giraba. Todo.

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