lunes, 21 de diciembre de 2009

Bruce



A la mañana siguiente, abrió los ojos y las formas se volvieron espesas, anegadas de gris por todos lados; no lograba observar las piezas chinas de porcelana, las caligrafías japonesas de los cuadros, los bustos etruscos de la esquina y los mapas de tierras inciertas sobre la mesa. Estaba ciego. Había exagerado en el arte de mirar el arte y ahora no podía ver su rostro ante el espejo. 

Así fue que decidió fugarse al mundo entero. 

Y así, entre las sombras de una ceguera dudosa, decide que el exilio es la única salida, entonces el experto en artes mayores se fuga a tierras lejanas para reconocer las artes menores, las que se hacen en las piedras, con los pies en el lodo, en el barro y en la arena; el resplandor de la botánica y la paleontología le queman la mirada y entre tantos trasiegos entre la Patagonía y el Congo, entre la Pampa y Australia, en el Tibet hindi, una noche ventosa y electrizada, extraños ruidos no lo dejan dormir, rugidos animales, milenarios recuerdos hacen la velada insoportable. A la mañana siguiente, visiblemente agotado, le pregunta al serpha guía, el origen de tan molestos sonidos, entonces Chatwin, como buen occidental incrédulo, escucha los testimonios sobre unos  seres antropomorfos de pies enormes, los cuales campean a sus anchas por los territorios del Turfán y del Tamir, de Nepal y de Bután. En la parte China del Himalaya estos seres son muy comunes y en los monasterios budistas hay pieles en exhibición de estos primates. Chatwin los visita y da cuenta de ello en uno de los capítulos de su libro Anatomía de la inquietud, mismas páginas donde se dan cita los Anarquistas argentinos del XIX, una excéntrica teória sobre la sexualidad de Alejandro, un recuerdo sobre Gregor von Rezzori y una apología sobre los lugares cerrados donde si se puede colgar el sombrero. 


Comienza así a caminar su leyenda. Recorrió todos los continentes, coleccionó porcelanas extrañas, describíó los exóticos colores de las sucurís brasileñas, el pelambre de los monstruos de la Patagonia, las formas sexuales de las orquideas de Borneo; contó historias sobre portugueses sádicos y santeros, sobre coleccionistas obsesivos y caciques australianos, también escribió una alegoría sobre el hombre sedentario. Es irónico que su mejor trabajo no sea sobre los viajeros sino sobre los hombres que nunca salen de casa.
 
Escribió libros que no se ajustan a los géneros literarios, de ahí que los profesionales de las letras lo consideren un mal crinógrafo pues no sabe a bien qué está escribiendo. Los géneros literarios, sin mebargo, son como las fronteras: se superan facilmente, en realidad para ciertos escritores estas divisiones simplenete no existen, y las crinografías y los retratos de Bruce Chatwin son muestra de ello. Sus narraciones son como sus pasos, se trasladan de la historiografía al relato autobiográfico, de la novela a la bitácora de viajes, del tratado de botánica al cuento, del ensayo al aforismo. 

Fue en uno de esos periplos, postrado en una cama de hospital, cuando supo de las incesantes mutaciones del virus provocado por la locura sanitaria occidental. La perplejidad de sus textos escritos en el sanatorio congolés demuestran el debastador peregrinar de los enfermos de SIDA. Las veredas que atraviesan el mundo son fascinantes como brutales son los caminos de los microscópicos virus, de las bacterias que viajan de contrabando en las otras veredas interiores. Bruce Chatwin muere en Francia en 1989 y antes de clausurar el viaje recordó aquellas líneas sonoras, los trazos de la canción, de esa canción tan antigua como el mundo y tan nueva con el día de la creación, el inglés trató de recuperar la memoria colectiva, rescatar las líneas del canto primigenio; y sin embargo no había nada que guardar, no había líneas ni canción, solo un retumbar, un eco lejano, una trueno apenas y nada más...

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