lunes, 29 de junio de 2009

La Maldad de los fariseos (una redundancia)



El romano azotaba, con fuerza y entusiamo, el lacerado cuerpo del Nazareno. Era tarde y el martirizado caminaba apenas con todo el dolor del mundo a cuestas; unas gotas de sangre muy espesa le resbalaban por el cuello y por la frente. La tarde era calurosa y de la tierra se levantaba un vapor dañino envuelto con los simulacros de medio día. Una procesión de mujeres lloraba pidiendo clemencia para aquel que cargaba esa enorme y desproporcionada cruz.

“Amá, por qué le están pegando esos señores a ese señor”

“Porque son unos desgraciados. Y no es un señor, menso, ese es el hijo de Dios”

La escalada sangrienta seguía, paso a paso, hacia la cúspide del monte. Los romanos se esmeraban en hacer bien su trabajo, tocaban lentamente un tam-tam funesto, el látigo de siete colas zumbaba por los aires y se estrellaba en el cuerpo del Nazareno.

“Le están pegando durísimo”

“Va amanecer todo jodido”

“Pus como fregados no, va amanecer crucificado.”

El calor parecía no quemar las llagas de Jesucristo pero lo hacía, las moscas parecían no quererse posar en ese cuerpo lacerado y sangrante pero lo hacían, los perros parecían no quererle morder los pies pero lo mordían. Los llantos inundaban la bóveda celeste, las lágrimas parecían llenar el mundo de agua salada. Y cuando se cayó por primera vez, cuando por los aires se diseminó un grito adolorido y monumental, cuando en el cielo parecía que comenzaban a congregarse las nubes y las estrellas, la noche y el día, la luna y el sol negro, fue que el azotador tomó más, pero mucho más en serio su trabajo; entonces el látigo zumbó y se movió con la rapidez de las avispas.

Romano: “¡Muere desgraciado, muérete!” (Golpes, muchos golpes)

Jesucristo: “¡Ya, ya párale!” (suplica, sin mover los labios)

Romano (Con los ojos cerrados preso de un placer secreto): “Muérete ¡Ay muérete!”

Jesucristo (Apurando el reclamo en voz alta): “¡Ya, chingao, ya, me estas pegando muy duro, ya!”

Dos señoras no pudieron reprimir un grito, aquello era inédito, inconmensurablemente inédito. El narrador de los Evangelios calló ante el reclamo del Nazareno, el romano del tambor cesó súbitamente su tam.tam funesto, las vírgenes doloridas y la Madre del seguramnete Resucitado se taparon la cara y movieron las cabeza, “Ay dios mío, este es un bruto, te dije, te dije que mejor la haría Carlitos Octavio, te dije”. Dimas y Gestas se vieron a los ojos y se rieron a carcajadas. Lejos se escuchaba la música de una estación de radio, por el camino de terracería se acercaba al pueblo el camión de las Líneas Unidas de Occidente, un Ford 1963. Jesucristo soportó estoicamente las miradas de reclamo de los feligreses y siguió arrastrando esa enorme cruz hacia la loma del Calvario; mientras en el altavoz el narrador estremecido por el vocabulario de Jesucristo recitaba tembloroso el evangelio según san Marcos.

Era Viernes de Dolores y antes de morir, antes de decir las siete palabras, antes de que la gloria se abriera y llegaran los relámpagos y los temblores, los violentos aires y los granizos; Andrés Maldonado, el crucificado, suplicaba al romano desde las alturas:

“Ponle más agüita a la esponja, que está dura la calor acá arriba”

“Nada, nada, no te vamos a dar nada por grosero”

“Ándale, que anoche los fariseos me dieron unos chíngueres y me siento muy fregado”

“¡nada, nada!”

“¡Oooh! Yo no tuve la culpa, chingao, fueron los fariseos”

“Nada, nada, te dijimos que no aceptaras nada de esos cabrones, ahora te aguantas”

“¡Aaah!”

viernes, 26 de junio de 2009

Escribir con la Siniestra





Fernando Pessoa, nace en Portugal, vive en Portugal y muere en Portugal. Apenas conoce el extranjero, es bebedor de oporto, por el día es un aburrido burócrata y por las noches conversa con espíritus primordiales. Viven en su cabeza cientos de voces pero solo le da palabra a unas cuantas. Antonio Tabucchi imagina la muerte de Pessoa de tal manera que esos personajes lo van a visitar al hospital para despedirse de su creador; cada voz es una persona distinta, diametralmente distinta; Pessoa, dice Tabucchi, muere alegre de no sentirse solo, de saber que gracias a sus amigos pudo viajar al Congo y a Sudáfrica, Atenas y Nueva York


A don Fernando se le achacaron muchos epítetos: homosexual, maniacodepresivo, ocultista, misógino, demente, burócrata; y a este se le agrega el de clandestino. Don Fernando era más clandestino que todos los delincuentes de Lisboa; nadie como él para ocultarse en la piel de otros, para vivir con las voces de otros, para saber con solo mirarlo la tragedia de otro; don Fernando sabía que una mirada puede ser tan sintética y profunda como un buen aforismo filosófico, mejor que un interrogatorio o una cámara fotográfica.


Don Fernando sabía también que si las cosas se quedan sin música se queda sin esencia, de ahí la necesidad inmediata de decirlas, de nombrarlas, sabía que el mundo está regido por potencias que nada saben de las matemáticas, potencias que reclaman nuestra cordura y nuestra atención; utilizando palabras de Julien Gracq, con sus poemas podemos medir la temperatura de los volcanes, el correr de la sangre, el saber del mundo.


Fernando Pessoa era ocultista, invocaba espíritus y potencias supernaturales, sin embargo nunca vio nada extraordinario; o al menos eso creíamos; pues todas las noches, se sabe, platicaba con alguien que nadie veía, su rostro adquiría diferentes gestos, caminaba de manera distinta y se ponía escribir con la siniestra. Se sabe también que un obispo supo del caso y trató de investigar si Satanás tenía que ver con las múltiples facetas de don Fernando, pero no logró desentrañar nada; por el día era el burócrata más aburrido del mundo y por la noche raras veces salía a tomar una copa de oporto en esos sombríos bares porteños.


Se dijeron miles de cosas de don Fernando, pero su clandestinidad era sagrada, tanto, que cuando murió, miles fueron a su entierro, pero nadie logró identificar a esas seis personas vestidas de negro que velaron toda la noche el cuerpo del maestro, el mismo que sabía que la soledad es solo para los faltos de imaginación.

jueves, 18 de junio de 2009

137


El grito de Abraham subió por las columnas, por los pretiles, acarició los rostros de los ángeles y se diseminó en la cúpula de nueve lados.

"¡ciento treinta y siete!"

Y la luz dio de lleno en la piel negra del cristo del hexágono, en el rostro histérico de la virgen, la luz entró en la nave y el rostro se iluminó, el rostro del Otro quedó totalmente descifrado. La comunión perfecta. Entonces los sonidos brotaron por todos lados, en la cúpula, en los intersticios de la roca, en los colores de las pinturas, en los vitrales; sonidos venidos del respirar de los huesos, del correr de la sangre, el inconfundible susurro del brotar del sudor; pero por sobre todo, el implacable sonido del temblor, del frío, de ese frío que vienen del interior.

"¡ciento treinta y siete!"

Y temblando, Abraham al fin pudo nombrarlo. Lo gritó y la nave parecía desmoronarse. Lloró. El número había sido decodificado. Los espacios en blanco, la lectura de corrido, los elementos de la luz y del sonido. Había descubierto: El Nombre y El Secreto. Todo en un número.

"¡ciento treinta y siete!."

Abraham creyó ver el rostro del creador. Reía y lloraba y el grito parecía interminable, inmenso, eterno. La claridad de la luz era impresionante, el instante absoluto. Pero el grito se diseminó y los extasiados oídos de Abraham escucharon un movimiento: unas enormes lápidas se acomodaran. El instante se evaporó. Algo había sido modificado. Escuchó una permutación, un cambio. Abraham volvió a gritar el número pero no pasó nada, la nave no se estremeció, los sonidos no brotaron ni el rostro le fue evidente.

Volvía a ser un extraño. Gritó, pero la luz no reflejaba la inmensidad de hacía un instante, el frío que nacía del interior había desaparecido. Solo entonces Abraham comprendió la mutación: Nunca será el mismo, pensó, siempre al encontrarlo el instante será absoluto, pero se diseminará, se perderá y será otro. Siempre otro. Nunca un rostro conocido, nunca una familiar voz, una luz perdida en los laberintos de la memoria: confundido con los alaridos de las pesadillas , con el rostro de la amada, con un signo hermético.

Y El Secreto se diseminó de nueva cuenta en los espacios en blanco, mutó, es otro, otro...

No hubo recompensa, siglos tardó en descubrirse para ser simplemente ahora otra cosa. No quedó rastro alguno, solo quedó el signo.

La avalancha de interpretaciones se precipita. Y todo vuelve a comenzar.

martes, 9 de junio de 2009

Fusilando a Lorca

Hace ya tanto tiempo
que no recuerdo tu rostro,
la vida me pegó fuerte
dejándome desmembrado,
sin ánimo de sudar,
sin gota de amor profano,
con recuerdos inventados
y el hocico amedrentado.

Hace tan poco tiempo
las manos se me secaban
sobre tu bendito cuerpo
de tanta humedad salada.
Los ánimos me devuelven
un humor de yerbafina,
el viento de la mañana,
y una gota de agua fría.

No sé la verdad qué pasa
al cuarto para las doce,
se me esconden las caricias
y se me asoman los celos,
el desierto de saliva
se me atraganta a lo lejos,
y no tengo una noche íntima
ni un horizonte de perros.

Fusilando a Lorca estoy,
sin medidos octosílabos
sin rima ni ritmo ni amor.
Y la luna, luna ,luna
me amenaza una vez mas
que en esta mañana fría
al río no la he de llevar,
porque ella sí tiene marido,
y su honor a de vengar.

La vida me pegó fuerte
y me dejó desmembrado:
y mi olfato se murió
de tanto oler esa mierda
de la balada del perdedor.
Por eso se trabó el fusil
al querer hacer muy míos
los versos del andaluz.

Hace ya tanto tiempo
que no recuerdo mi rostro,
la memoria se confunde
con el plagio y la creación
y quiero pedir perdón
pero no se ya ni como
pues hace ya tanto tiempo
que se me fue la razón.

jueves, 4 de junio de 2009

La sonrisa de Buda

Maurice Blanchot decía, recordando el relato de Orfeo, que la conciencia europea no sabe interpretar correctamente la realidad debido al profundo vicio de mezclar el discurso filosófico con el universo necesariamente fantástico de las mitologías. Los imitadores, los funanbulistas tomaron por asalto el teatro de la razón y a bien no existe ya la cuarta pared, no pódemos diferenciar la realidad del espectáculo y la ficción de la trama. Por eso, dice Blanchot, los fundamentalismos religiosos han ganado la batalla dentro del pensamiento occidental: pues los científicos no reconocen que la ciencia debe ser maleable y rizomática (por aquello de las relaciones de profundidad) y niegan la fuerza de las metáforas y de los símbolos retóricos. Los discursos teológicos, a fuerza de manipulación y violencia, se han implantado en la psique del europeo, han ganado la batalla en tiempos modernos, pues han sabido manipular esta relación contradictoria: unir el logos y con el mytos.
El discurso hierofánico mezcla contundentemente el universo fantástico con el universo dogmático, la demostración científica queda en manos de los teólogos: filósofos religiosos que insisten en ver en los milagros y el los mitos una verdad científica, una confirmación histórica de lo inexistente, dando a luz a una contradicción elemental: el logos mitológico.
Ya René Guenón abreva en estos territorios, es Julius Evola quien lleva al extremo esta forma de entender el universo y al igual que Mircea Eliade, ponen a disposición de los nazis su teorías hierofánicas para justificar este malentendido. Tratan de fundar una nueva metafísica, piensan que será a través de una purificación mitológica por medio de la cual los europeos recuperarán el control del universo. Los horrores del holocausto se explicarán entonces como una necesidad de purgar un error de interpretación de los textos religiosos originales y necesariamente precristianos de los cuales surge la verdadera metafísica: la relación primordial que tiene el hombre con el Cosmos. No somos una entidad separada de la cosas, nosotros formamos parte de las cosas. De ahí el símbolo que abanderó los ejércitos nacionalsocialistas: la svástica, la cual representa el movimiento constante del cosmos, el punto central, el polo verdadero, el lugar exacto donde convergen las telúricas fuerzas que dominan la tierra entera y el devenir del hombre.

Es en la Alemania del XIX donde se gesta esta nueva cruzada por recuperar el universo pagano, Karl Vogelmann traduce al alemán el I Ching, Schopenhauer trata de unir la tradición taoísta con la metafísica occidental, unificar las dos mitades de un universo dividido por la borrachera purista de los griegos y su egoísta culto al yo. Alemania le da la espalda así misma y se arriesga a descubrir oriente, es en esta época donde cobran fuerza los discursos antisemitas y se gestan una infinidad de sectas que tratan de recuperar el tiempo perdido.
En el fondo todos perseguimos fantasmas. Esa es la principal razón del pacto de Fausto con Mefistófeles: la relación con lo fantástico es inevitable. Éste es el punto central de la metafísica occidental: nuestra conciencia se preocupa de perseguir cosas inexistentes, teóricamente perfectas pero inalcanzables, inmateriales. El pacto con lo inexistente recuerda de nueva cuenta el pacto de Orfeo con el señor del inframundo: es por medio de la creación poética que se salva un alma del reino de los muertos, pero antes hay una advertencia: no mirar, hasta salir del inframundo, Orfeo no cumple su promesa y la amada se convierte en humo y se pierde por siempre en esa masa informe de tinieblas, debido a la mirada indiscreta del amado, a la ansiedad escópica de ver. Orfeo pretendió salvar el alma de su amada por medio de una estratagema poética, sabiendo de antemano que la poesía no salva vidas, solo las precipita en el abismo. El logos llevó a la cultura europea a la creación de la bomba de neutrones; el mytos la llevó a abrazar fantasmas. Entonces, en medio de este frenesí hacia la nada ¿qué nos queda?
Por eso, sin duda, Buda tiene los ojos cerrados, el viaje extático e interno reduce el horror cotidiano e universal a una postura fisiológica y a un autismo iniciático que nada tiene que ver con la realidad, esa misma que se difumina en la contradicción de lo real y lo fantástico.



miércoles, 3 de junio de 2009

Vanishing Point

La metáfora es muy simple: un hombre huye por el highway y  termina encuentrándose así mismo en las perspectivas infinitas, inabarcables del desierto californiano. Vanishing Ponit  de Richard C. Sarafian, escrita insólitamente por Guillermo Cabrera Infante el cual utiliza el "nickname"  de Guillerno Cain. 1971. La cinta entroniza como paradigma hacedor del sueño americano al ocho cilindros Dondge Challenger, a toda velocidad por las rectas de cinco estados perseguido por la policia y guiado por un "cicerone" ciego: un afro locutor de radio.

El hombre "blanco" consumido por las drogas y por una insignificante e intrascendente encomienda de entregar un carro en California. Lo interesante y poderoso de esta película no son los diálogos sino los silencios, lo que precisamente se deja de decir. Los closeup´s al rostro de Barry Newman son la perfecta crinografía de la caida en el vacío, del desbarrancamiento, de ahí el título de la película. A diferencia de Easy Rider en donde se hace una apología del mundo lisérgico y tetrahidrocanabinoidal, en Vanishing Point el mensaje (a pesar de que el "driver" es un hippster a toda ley) es simple: el compromiso con el otro cuesta, "rescatar" al otro implica aceptar el abismo de la carretera, el sinsentido de la huida, la derrota de lo ideal... al final y a esas velocidades, diría  Virilio, lo único seguro es el accidente: todos nos estrellamos contra un bulldozer, pero eso es el final, y en realidad no importa, lo que importó fue el viaje... de ahí la invitación a leer este "diario de viaje", con el ánimo de alargar el "encontronazo" y de disfrutar la velocidad y las palabras, sin hacer apologías del accidente y sin ánimos de estar chingando.

Bacho crónico. Corrección prosódica

Está dormido, respira fuerte. Sus compañeros se ríen, lo observo y digo, de seguro su compañero se levantó temprano para ir a trabajar. Un...