jueves, 18 de junio de 2009

137


El grito de Abraham subió por las columnas, por los pretiles, acarició los rostros de los ángeles y se diseminó en la cúpula de nueve lados.

"¡ciento treinta y siete!"

Y la luz dio de lleno en la piel negra del cristo del hexágono, en el rostro histérico de la virgen, la luz entró en la nave y el rostro se iluminó, el rostro del Otro quedó totalmente descifrado. La comunión perfecta. Entonces los sonidos brotaron por todos lados, en la cúpula, en los intersticios de la roca, en los colores de las pinturas, en los vitrales; sonidos venidos del respirar de los huesos, del correr de la sangre, el inconfundible susurro del brotar del sudor; pero por sobre todo, el implacable sonido del temblor, del frío, de ese frío que vienen del interior.

"¡ciento treinta y siete!"

Y temblando, Abraham al fin pudo nombrarlo. Lo gritó y la nave parecía desmoronarse. Lloró. El número había sido decodificado. Los espacios en blanco, la lectura de corrido, los elementos de la luz y del sonido. Había descubierto: El Nombre y El Secreto. Todo en un número.

"¡ciento treinta y siete!."

Abraham creyó ver el rostro del creador. Reía y lloraba y el grito parecía interminable, inmenso, eterno. La claridad de la luz era impresionante, el instante absoluto. Pero el grito se diseminó y los extasiados oídos de Abraham escucharon un movimiento: unas enormes lápidas se acomodaran. El instante se evaporó. Algo había sido modificado. Escuchó una permutación, un cambio. Abraham volvió a gritar el número pero no pasó nada, la nave no se estremeció, los sonidos no brotaron ni el rostro le fue evidente.

Volvía a ser un extraño. Gritó, pero la luz no reflejaba la inmensidad de hacía un instante, el frío que nacía del interior había desaparecido. Solo entonces Abraham comprendió la mutación: Nunca será el mismo, pensó, siempre al encontrarlo el instante será absoluto, pero se diseminará, se perderá y será otro. Siempre otro. Nunca un rostro conocido, nunca una familiar voz, una luz perdida en los laberintos de la memoria: confundido con los alaridos de las pesadillas , con el rostro de la amada, con un signo hermético.

Y El Secreto se diseminó de nueva cuenta en los espacios en blanco, mutó, es otro, otro...

No hubo recompensa, siglos tardó en descubrirse para ser simplemente ahora otra cosa. No quedó rastro alguno, solo quedó el signo.

La avalancha de interpretaciones se precipita. Y todo vuelve a comenzar.

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