jueves, 4 de junio de 2009

La sonrisa de Buda

Maurice Blanchot decía, recordando el relato de Orfeo, que la conciencia europea no sabe interpretar correctamente la realidad debido al profundo vicio de mezclar el discurso filosófico con el universo necesariamente fantástico de las mitologías. Los imitadores, los funanbulistas tomaron por asalto el teatro de la razón y a bien no existe ya la cuarta pared, no pódemos diferenciar la realidad del espectáculo y la ficción de la trama. Por eso, dice Blanchot, los fundamentalismos religiosos han ganado la batalla dentro del pensamiento occidental: pues los científicos no reconocen que la ciencia debe ser maleable y rizomática (por aquello de las relaciones de profundidad) y niegan la fuerza de las metáforas y de los símbolos retóricos. Los discursos teológicos, a fuerza de manipulación y violencia, se han implantado en la psique del europeo, han ganado la batalla en tiempos modernos, pues han sabido manipular esta relación contradictoria: unir el logos y con el mytos.
El discurso hierofánico mezcla contundentemente el universo fantástico con el universo dogmático, la demostración científica queda en manos de los teólogos: filósofos religiosos que insisten en ver en los milagros y el los mitos una verdad científica, una confirmación histórica de lo inexistente, dando a luz a una contradicción elemental: el logos mitológico.
Ya René Guenón abreva en estos territorios, es Julius Evola quien lleva al extremo esta forma de entender el universo y al igual que Mircea Eliade, ponen a disposición de los nazis su teorías hierofánicas para justificar este malentendido. Tratan de fundar una nueva metafísica, piensan que será a través de una purificación mitológica por medio de la cual los europeos recuperarán el control del universo. Los horrores del holocausto se explicarán entonces como una necesidad de purgar un error de interpretación de los textos religiosos originales y necesariamente precristianos de los cuales surge la verdadera metafísica: la relación primordial que tiene el hombre con el Cosmos. No somos una entidad separada de la cosas, nosotros formamos parte de las cosas. De ahí el símbolo que abanderó los ejércitos nacionalsocialistas: la svástica, la cual representa el movimiento constante del cosmos, el punto central, el polo verdadero, el lugar exacto donde convergen las telúricas fuerzas que dominan la tierra entera y el devenir del hombre.

Es en la Alemania del XIX donde se gesta esta nueva cruzada por recuperar el universo pagano, Karl Vogelmann traduce al alemán el I Ching, Schopenhauer trata de unir la tradición taoísta con la metafísica occidental, unificar las dos mitades de un universo dividido por la borrachera purista de los griegos y su egoísta culto al yo. Alemania le da la espalda así misma y se arriesga a descubrir oriente, es en esta época donde cobran fuerza los discursos antisemitas y se gestan una infinidad de sectas que tratan de recuperar el tiempo perdido.
En el fondo todos perseguimos fantasmas. Esa es la principal razón del pacto de Fausto con Mefistófeles: la relación con lo fantástico es inevitable. Éste es el punto central de la metafísica occidental: nuestra conciencia se preocupa de perseguir cosas inexistentes, teóricamente perfectas pero inalcanzables, inmateriales. El pacto con lo inexistente recuerda de nueva cuenta el pacto de Orfeo con el señor del inframundo: es por medio de la creación poética que se salva un alma del reino de los muertos, pero antes hay una advertencia: no mirar, hasta salir del inframundo, Orfeo no cumple su promesa y la amada se convierte en humo y se pierde por siempre en esa masa informe de tinieblas, debido a la mirada indiscreta del amado, a la ansiedad escópica de ver. Orfeo pretendió salvar el alma de su amada por medio de una estratagema poética, sabiendo de antemano que la poesía no salva vidas, solo las precipita en el abismo. El logos llevó a la cultura europea a la creación de la bomba de neutrones; el mytos la llevó a abrazar fantasmas. Entonces, en medio de este frenesí hacia la nada ¿qué nos queda?
Por eso, sin duda, Buda tiene los ojos cerrados, el viaje extático e interno reduce el horror cotidiano e universal a una postura fisiológica y a un autismo iniciático que nada tiene que ver con la realidad, esa misma que se difumina en la contradicción de lo real y lo fantástico.



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