viernes, 26 de junio de 2009

Escribir con la Siniestra





Fernando Pessoa, nace en Portugal, vive en Portugal y muere en Portugal. Apenas conoce el extranjero, es bebedor de oporto, por el día es un aburrido burócrata y por las noches conversa con espíritus primordiales. Viven en su cabeza cientos de voces pero solo le da palabra a unas cuantas. Antonio Tabucchi imagina la muerte de Pessoa de tal manera que esos personajes lo van a visitar al hospital para despedirse de su creador; cada voz es una persona distinta, diametralmente distinta; Pessoa, dice Tabucchi, muere alegre de no sentirse solo, de saber que gracias a sus amigos pudo viajar al Congo y a Sudáfrica, Atenas y Nueva York


A don Fernando se le achacaron muchos epítetos: homosexual, maniacodepresivo, ocultista, misógino, demente, burócrata; y a este se le agrega el de clandestino. Don Fernando era más clandestino que todos los delincuentes de Lisboa; nadie como él para ocultarse en la piel de otros, para vivir con las voces de otros, para saber con solo mirarlo la tragedia de otro; don Fernando sabía que una mirada puede ser tan sintética y profunda como un buen aforismo filosófico, mejor que un interrogatorio o una cámara fotográfica.


Don Fernando sabía también que si las cosas se quedan sin música se queda sin esencia, de ahí la necesidad inmediata de decirlas, de nombrarlas, sabía que el mundo está regido por potencias que nada saben de las matemáticas, potencias que reclaman nuestra cordura y nuestra atención; utilizando palabras de Julien Gracq, con sus poemas podemos medir la temperatura de los volcanes, el correr de la sangre, el saber del mundo.


Fernando Pessoa era ocultista, invocaba espíritus y potencias supernaturales, sin embargo nunca vio nada extraordinario; o al menos eso creíamos; pues todas las noches, se sabe, platicaba con alguien que nadie veía, su rostro adquiría diferentes gestos, caminaba de manera distinta y se ponía escribir con la siniestra. Se sabe también que un obispo supo del caso y trató de investigar si Satanás tenía que ver con las múltiples facetas de don Fernando, pero no logró desentrañar nada; por el día era el burócrata más aburrido del mundo y por la noche raras veces salía a tomar una copa de oporto en esos sombríos bares porteños.


Se dijeron miles de cosas de don Fernando, pero su clandestinidad era sagrada, tanto, que cuando murió, miles fueron a su entierro, pero nadie logró identificar a esas seis personas vestidas de negro que velaron toda la noche el cuerpo del maestro, el mismo que sabía que la soledad es solo para los faltos de imaginación.

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