VIII
Era mayo y la tierra hervía. El día estaba muy opaco, ninguna nube en el horizonte y el azul del cielo estaba muy difuso, como borrosa la vida. El calor era espeso y provocaba que por las mejillas resbalaran gruesas gotas de sudor; a pesar de eso, los niños jugaban con los cumbos amarrados en hilos, como globos, girando y haciendo círculos en el aire hasta que el ruido salido de sus cortas alas se apagaba y se estrellaban en el polvo suelto y seco. Sobre el lago flotaban los simulacros, se confundían con el bochorno.
En medio del fragor de aquellos elevamientos un silencio extraño, poco a poco, se dispersó por todos lados. Los niños lo sintieron. Todo estaba como bajo el agua. Se miraron, hasta que un grito dispersó la inercia:
“¡Iren, iren allá arriba, en el cielo, iren!”
Los niños observaron el firmamento. Líneas luminosas atravesaban el azul opaco.
“¡Quéseso, quéseso!” Gritó espantado un niño.
Martín Rauda miró la lluvia de estrellas y sus ojos comenzaron a hervir en agua.
“Qués, Martín, qués” lloraba el niño y temblaba.
Rauda no contestó. No le salían las palabras, no brotaban. Pero su corazón se hinchó, como reventándole por un grito. Ya la multitud de niños corría hacia el pueblo. Martín se quedó mirando los meteoros y pensó:
“Son rasguños de Dios. Quiere decirnos algo… pero el cielo está muy duro, muy duro.”
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