IX
Los Federales estaban aterrorizados. Sus ojos brillaban en la obscuridad, enormes, pasmados, viendo de cerca el reino de los muertos. Disparaban a la obscura multitud de árboles que les rodeaba. Ocasionalmente una sombra se escabullía por los troncos y allí paraba una insensata descarga de decenas de rifles. Estaban enloquecidos por esos gritos, a veces tan lejos a veces tan cerca; disparaban a donde fuera; y cuando menos se lo esperaron se quedaron sin parque y unas sombras les apuntaban con un frío metal muy de cerca en la cabeza.
“Al suelo, pendejos.”
Se quedaron con la boca besando la tierra. Una voz horrible comenzó a hablarles, a decirles razones, les soltó una arenga difusa, extraña y cuando terminó la sangre se les detuvo como sorprendida.
“Mátenlos a todos”
“¡No, por el amor de dios, no nos maten!.” Chilló un soldado desesperado.
El general Rauda se acercó al soldado y le dijo muy quedo al oído: “Qué sabes tú de Dios, hijo de la chingada, qué sabes tú.”
Y una ráfaga de metal le deshizo el cráneo y se soltó el relámpago. Por primera vez estaban realmente juntos, entraña con entraña, mezclándose su sangre. Ni siquiera un grito. Solo la desagradable fascinación de encontrarse ya muertos.
Martín Rauda tenía el gesto distorsionado de la venganza, saboreaba la consistencia de la sangre derramada. Olía fascinado el aroma de los huesos rotos. Cesaron los relámpagos y por un momento solo se apreciaba un leve sonido, el mismo que se oye cuando se deslizan las serpientes, cuando los intestinos, a cielo raso, buscan el calor del cuerpo, la corriente ardiente de la sangre, esa misma que ahora era una laguna espesa en medio de la noche.