lunes, 30 de noviembre de 2009

Las Tribulaciones del General Rauda (9)


                                                                    IX 

Los Federales estaban aterrorizados. Sus ojos brillaban en la obscuridad, enormes, pasmados, viendo de cerca el reino de los muertos. Disparaban a la obscura multitud de árboles que les rodeaba. Ocasionalmente una sombra se escabullía por los troncos y allí paraba una insensata descarga de decenas de rifles. Estaban enloquecidos por esos gritos, a veces tan lejos a veces tan cerca; disparaban a donde fuera; y cuando menos se lo esperaron se quedaron sin parque y unas sombras les apuntaban con un frío metal muy de cerca en la cabeza.

“Al suelo, pendejos.”

Se quedaron con la boca besando la tierra. Una voz horrible comenzó a hablarles, a decirles razones, les soltó una arenga difusa, extraña y cuando terminó la sangre se les detuvo como sorprendida.

“Mátenlos a todos”

“¡No, por el amor de dios, no nos maten!.” Chilló un soldado desesperado.

El general Rauda se acercó al soldado y le dijo muy quedo al oído: “Qué sabes tú de Dios, hijo de la chingada, qué sabes tú.”

Y una ráfaga de metal le deshizo el cráneo y se soltó el relámpago. Por primera vez estaban realmente juntos, entraña con entraña, mezclándose su sangre. Ni siquiera un grito. Solo la desagradable fascinación de encontrarse ya muertos.

Martín Rauda tenía el gesto distorsionado de la venganza, saboreaba la consistencia de la sangre derramada. Olía fascinado el aroma de los huesos rotos. Cesaron los relámpagos y por un momento solo se apreciaba un leve sonido, el mismo que se oye cuando se deslizan las serpientes, cuando los intestinos, a cielo raso, buscan  el calor del cuerpo, la corriente ardiente de la sangre, esa misma que ahora era una laguna espesa en medio de la noche.

sábado, 28 de noviembre de 2009

La Tribulaciones del General Rauda (8)


                                                                    VIII 
Era mayo y la tierra hervía. El día estaba muy opaco, ninguna nube en el horizonte y el azul del cielo estaba muy difuso, como borrosa la vida. El calor era espeso y  provocaba que por las mejillas  resbalaran gruesas gotas de sudor; a pesar de eso, los niños jugaban con los cumbos amarrados en  hilos, como globos, girando y haciendo círculos en el aire hasta que el ruido salido de sus cortas alas se apagaba y se estrellaban en el polvo suelto y seco. Sobre el lago flotaban los simulacros, se confundían con el bochorno.

En medio del fragor de aquellos elevamientos un silencio extraño, poco a poco, se dispersó por todos lados. Los niños lo sintieron. Todo estaba como bajo el agua. Se miraron, hasta que un grito dispersó la inercia:

“¡Iren, iren allá arriba, en el cielo, iren!”

Los niños observaron el firmamento. Líneas luminosas atravesaban el azul opaco.

“¡Quéseso, quéseso!”  Gritó espantado un niño.

Martín Rauda miró la lluvia de estrellas y sus ojos comenzaron a hervir en agua.

“Qués, Martín, qués”  lloraba el niño y temblaba.

Rauda no contestó. No le salían las palabras, no brotaban. Pero su corazón se hinchó, como reventándole por un grito. Ya la multitud de niños corría hacia el pueblo.  Martín se quedó mirando los meteoros y pensó:

“Son rasguños de Dios. Quiere decirnos algo… pero el cielo está muy duro, muy duro.”

viernes, 27 de noviembre de 2009

Las Tribulaciones del General Rauda (7)


                                                          VII

“Siéntese usted aquí, mi general, mire que bonito se ve el lago, siéntese usted, háganos ese chingado favor.”
Rauda sangraba por la nariz y por la boca, apenas podía ver por un ojo y por el otro solo se asomaban las sombras y las luces incandescentes.
 “¡Ah que Rauda tan pendejo, cómo se te ocurrió volver!”
 Martín resoplaba, el bigote estaba adornado con sangre coagulada. Le dolían las costillas y los dedos los tenía fracturados, tenía dos balazos en una pierna y sin embargo una ligera sonrisa se dibujaba en sus hinchados labios.
 “Qué bien nos quedastes pinche Martín, qué les hicistes a las bolsitas que le mandamos al Inés”
 Y sin embargo algo raro comenzaba a suceder, de pronto Rauda dejó de sentir dolor y recordó lo fría que era el agua del lago en la Pacanda, lo dulce que eran los duraznos de la Mora, el sonido del agua brotando de aquel ojo insólito . Recordó también aquella vez cuando sacaron al Santo Niño  para pasearlo por las siembras para que terminara la sequía.
“Déjate de reír como  pendejo, Rauda, dónde enterrastes las pinches monedas”
Era extraño, muy extraño, ya no veía a los hermanos Chávez, no sentía su cuerpo y sin embargo una paz inmensa le cobijó como la lluvia, sentía claramente en el rostro el aire templado de los días de Septiembre y recordó aquella madrugada, hacía ya muchos años, cuando llegó a Erongarícuaro, disfrazado de arriero, con el rostro frío y el alma caliente, y escuchó, por fin, la voz, aquella voz retumbando por el templo, la misma que le arrebató de su cuerpo, aquella mañana, cuando su corazón se hinchó de alegría, cuando el prodigio se anunció con las primeras luces del amanecer.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Las Tribulaciones del General Rauda 6


                                                       VI
“¿Pa´qué sirven esas varas que están en el lago, Martín?”

Preguntó, Carlos Tajimaroa a Rauda cuando pasaban por el embarcadero de Erongarícuaro. Martín miró las chuspatas que ondulaban con el aire del amanecer por sobre las aguas cristalinas del lago, entonces una nube negra y espesa se posó en sus ojos, su mirada se ausentó. Rauda no contestó.

Los jinetes llegaron al pueblo, quieto y envuelto en niebla, atravesaron la plaza y se dirigieron rumbo al camino a Pichátaro, subieron por la calle de don Urbano, y Tajimaroa, alegre y rubicundo, no paraba de hablar.

“Qué crees que nos pasó lotra vez, estábamos con los Orozcos en Uruapan, echándonos unos chingueres, cuando en eso un chiquillo empezó a gritar, iren, iren allá arriba, y que voltiamos todos y que vemos unas bolas rojas, Martín, bien grandotas que pasaban, así, rápido por el aire, eran tres y se fueron rumbo a Tancítaro. Todos nos quedamos callados ¿qué serían tú?”

Martín Rauda no lo escuchaba, seguía con nubarrones la mirada, estaba atribulado. Amanecía y el sol cuarteaba las tinieblas haciendo evidente los simulacros que flotaban sobre el lago. Pero a  Carlos Tajimaroa, el silencio de su acompañante no le importaba, no paraba de hablar, parecía un niño en su primer viaje:

“Oye, Martín, me dijieron que Inés Chávez te anda buscando, que te va matar,  es bien carajo ese Inésa, la otra vez agarró a balazos a su sobrino Carlitos cuando supo que andaba robándose los duraznos, cuidate Martín, no te vayan a chingar...”

Ya los jinetes subían la cuesta hacia la Mora entre los pinos y los eucaliptos, cortaron duraznos y escucharon el sonido de un alicante al escaparse, los cumbos chocaban en su tambaleante volar con las patas de los caballos, el olor de la yerbabuena les inundaba los pulmones; todo esto a Carlos Tajimaroa le prodigaba el corazón de alegría, ya se quitaba la cobija que traía en las espaldas y se la volvía a poner, no dejaba de hablar y de reírse, manoteaba en sus explicaciones y remedaba y hacia gestos y se carcajeaba. Rauda estaba serio, con la mirada espesa, sin embargo eso no preocupaba al de Uruapan, el cual se desbordaba en explicaciones:

“¡Pinche, Martín!, me contaron lo que hicistes la otra vez en la casa del Dotor Orozco, ya ni la chingas cabrón, cómo se te ocurre decir esas adivinanzas,  tú con tus chingaderas,  no pues cabrón, te van a fusilar por grosero, piénsala pues chingao...”

Hacía el medio día llegaron a un páramo donde había una siembra de maíz. El silencio era profundo, no se escuchaban los pájaros ni el reptar de las serpientes ni siquiera los grillos. Pichátaro estaba cerca y de pronto, Rauda paró su caballo y observó derecho a Carlos Tajimaroa, éste lo vio:

“Qué pues, qué  pasa"

 “Pus para hacer petates.”  Contestó Rauda, y de sus ojos desaparecieron los espesos nubarrones.

 “¿Qué?” Respondió pasmado Carlos “¿Petates? Y eso qué pues, qué trais pues  Martín.”

  “Para eso sirven esas varas que hay en el lago, pus pa´qué mas."
   "Ah" Contestó Carlos entornando los ojos

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Las tribulaciones del General Rauda 5



                                                            V
El horizonte era cobrizo y el lago se veía como una charca de lodo negro. El rayo quemaba y un caballo en el llano corría nervioso y sudoroso hacia un corral. Todo estaba bajo una calma tensa, profunda. 

 “Está dura la calor, edá.”
  
“Ey”

 Detrás de la sierra se anunciaban enormes nubes de cobre oxidado. Dos , con  sombreros de paja y  pantalones de lona, se refugiaron del sol en un tejado.

 “¿Supistes que se chingaron al Rauda?”

 “¡Aaah cabrón!  a poco se chingaron al Rauda ¿ónde tu?”

 “Se lo chingaron allá por las Palmas.”

 "Quiénes, tú."

"Los cabrones esos de los Chávez, ya vez cómo son"

La sierra ya no se veía,  una masa gris oscura se la había tragado. Una infinidad de grillos entonaban una sinfonía nerviosa. Comenzaron a volar los zánganos y los mayates. Una onza atravesó corriendo el maizal. Un viento húmedo deshizo la inmovilidad de los pensamientos y de la muerte. Todo se volvía a poner en marcha, ya goteaba por todos lados y las nubes giraban rápidamente sobre el lago.
  
“¿Tás seguro que se chingaron al Martín?”

 “Te digo que sí, lo dejaron todo agujeriado. El padre Jaén fue a recogerlo,  le quitó medallita  que traía en  el pescuezo y la puso en el altar…¡Ah, cabrón!, mira, mira allá, está bajando una culebra, ámonos a la fregada!”

Un pedazo de nube se hizo puntiagudo, bajó como un brazo y le pegó de lleno al lago. Empezó a girar. Todo comenzó  girar. A final de cuentas, todo gira en esa enorme nube negra de muerte y de recuerdos.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La perplejidad de Mr. Thursday



La historia de los versos, de la versificación, de las poéticas y las retóricas, de la inspiración y el ingenio explica, a veces de manera exagerada, el cómo un lector y un escritor se comunican por medio de la interpretación de unos cuantos signos lingüísticos, de sonidos rítmicos y de imágenes concretas. Tensar la cuerda, decían, es tensar el entendimiento, el momento en que algo “suena” en el interior del lector cuando escucha un par versos, una acumulación de sonidos y significados que le dan sentido al contexto, a los recuerdos o a los sentimientos. No es una tirada de mil doscientos octosílabos  o una novela de la subconsciencia, no, son apenas unos versos, dos renglones tal vez: una concisión perfecta, que no un aforismo o un concepto, una estrofa que renueva la esperanza en un lenguaje dominado por las estupideces y las deformaciones.
Esto sucede con mayor frecuencia en ese enorme “hoyo negro” que resulta la música popular, tan excedida de sentidos y repeticiones, tan superficial e insulsa; las concisiones surgen por sorpresa, despiertan, sin más, a la mitad de algún acorde, entre los estribillos necios de una balada o las ridiculeces melodramáticas de la música para adolescentes, aparecen frases como rocas, como una barda de sentido, la metáfora asomando la cabeza por el balcón como esos personajes extraordinarios de G. K. Chesterton.
Las sorpresas abundan, y no queda sino adoptar el rol de Mr. Thursday ante la perplejidad cambiante y fascinante del  escurridizo Mr. Sunday: “Ya no soy la roca que golpea las olas/ soy de carne y hueso” (Manuel Alejandro), las comparaciones abundan, las metáforas también, las alegorías están por todos lados, Quintiliano se sentiría orgulloso de la enorme fortaleza lingüística de esta esfera musical, pero también estaría horrorizado de lo mucho que hay que nadar en este mar de mierda para llegar a esto: “Y me vi consultando a un sabio mentor/¿qué le pasa a la gente cuando se hace mayor?/y me vi en cada casa buscando el amor/ pregunté ¿en qué pensaba Dios cuando te creó?”(Abraham Boba).
Hacer listas, dice Umberto Eco, es la pasión de los que se dedican a la investigación y al estudio organizado de cualquier cosa, es el mal del coleccionista, el taxónomo frenético con el sudor en la frente, lo mismo el poeta con las enumeraciones, la mayoría excesivas, solo algunas afortunadas: “Aquí está el fugitivo de siempre/ Aquí la eternidad que fue un instante / Aquí donde ninguno de vosotros se atreve / Aquí nuestros besos comunicantes / Aquí no hay nadie a quien seguir/ Aquí que nadie es un huésped fijo /Aquí sigo viviendo bien sin mí / Aquí sólo quiero estar contigo” (Enrique Bunbury).
En ocasiones se llega al exceso de predicar, de dar cátedra o de simplemente regañar y dar consejos, amontonar adjetivos y despreciar los verbos, le ha pasado a Joaquín Sabina, a Silvio Rodríguez, a Patxy Andión; sin embargo la ironía se atraviesa reclamando su retórica, su ars poética y se anuncian manifiestos: “y tengo un ambicioso plan: consiste en sobrevivir” (Nacho Vegas) o quizá un esfera sin pulir, en toda la cuadrada, dispar y desordenada obra de Andrés Calamaro: “vivir así no es vivir / esperando y esperando / porque vivir es jugar / y yo quiero seguir jugando / le dije a mi corazón / sin gloria pero sin pena / no cometas el crimen, varón / si no vas a cumplir la condena” Las asonancias y las consonancias no son una virtud son una necesidad para alguien que canta Andrés, dice Mr. Sunday, hay que hacerle caso a la rima y sobre todo a la paciencia. En ocasiones da la impresión que en este mar de sonidos y en este océano de asonancias la paciencia en verdad sería el filtro necesario para volver al Romance, al fronterizo, al viejo, al que cuenta una historia porque le da la gana cantarla, pero contarla bien: “Y no me habléis de eternidad / No me habléis de cielos ni de infiernos más / ¿No veis que yo le rezo a un dios que me prometió / que cuando esto acabe no habrá nada más? / Fue bastante ya” (Nacho Vegas) En fin, bien dice el admirador, fue bastante ya…
(Imagen de Pedro Covo: http://www.flickr.com/photos/pedrocovo/)

Bacho crónico. Corrección prosódica

Está dormido, respira fuerte. Sus compañeros se ríen, lo observo y digo, de seguro su compañero se levantó temprano para ir a trabajar. Un...