El romano azotaba, con fuerza y entusiamo, el lacerado cuerpo del Nazareno. Era tarde y el martirizado caminaba apenas con todo el dolor del mundo a cuestas; unas gotas de sangre muy espesa le resbalaban por el cuello y por la frente. La tarde era calurosa y de la tierra se levantaba un vapor dañino envuelto con los simulacros de medio día. Una procesión de mujeres lloraba pidiendo clemencia para aquel que cargaba esa enorme y desproporcionada cruz.
“Amá, por qué le están pegando esos señores a ese señor”
“Porque son unos desgraciados. Y no es un señor, menso, ese es el hijo de Dios”
La escalada sangrienta seguía, paso a paso, hacia la cúspide del monte. Los romanos se esmeraban en hacer bien su trabajo, tocaban lentamente un tam-tam funesto, el látigo de siete colas zumbaba por los aires y se estrellaba en el cuerpo del Nazareno.
“Le están pegando durísimo”
“Va amanecer todo jodido”
“Pus como fregados no, va amanecer crucificado.”
El calor parecía no quemar las llagas de Jesucristo pero lo hacía, las moscas parecían no quererse posar en ese cuerpo lacerado y sangrante pero lo hacían, los perros parecían no quererle morder los pies pero lo mordían. Los llantos inundaban la bóveda celeste, las lágrimas parecían llenar el mundo de agua salada. Y cuando se cayó por primera vez, cuando por los aires se diseminó un grito adolorido y monumental, cuando en el cielo parecía que comenzaban a congregarse las nubes y las estrellas, la noche y el día, la luna y el sol negro, fue que el azotador tomó más, pero mucho más en serio su trabajo; entonces el látigo zumbó y se movió con la rapidez de las avispas.
Romano: “¡Muere desgraciado, muérete!” (Golpes, muchos golpes)
Jesucristo: “¡Ya, ya párale!” (suplica, sin mover los labios)
Romano (Con los ojos cerrados preso de un placer secreto): “Muérete ¡Ay muérete!”
Jesucristo (Apurando el reclamo en voz alta): “¡Ya, chingao, ya, me estas pegando muy duro, ya!”
Dos señoras no pudieron reprimir un grito, aquello era inédito, inconmensurablemente inédito. El narrador de los Evangelios calló ante el reclamo del Nazareno, el romano del tambor cesó súbitamente su tam.tam funesto, las vírgenes doloridas y la Madre del seguramnete Resucitado se taparon la cara y movieron las cabeza, “Ay dios mío, este es un bruto, te dije, te dije que mejor la haría Carlitos Octavio, te dije”. Dimas y Gestas se vieron a los ojos y se rieron a carcajadas. Lejos se escuchaba la música de una estación de radio, por el camino de terracería se acercaba al pueblo el camión de las Líneas Unidas de Occidente, un Ford 1963. Jesucristo soportó estoicamente las miradas de reclamo de los feligreses y siguió arrastrando esa enorme cruz hacia la loma del Calvario; mientras en el altavoz el narrador estremecido por el vocabulario de Jesucristo recitaba tembloroso el evangelio según san Marcos.
Era Viernes de Dolores y antes de morir, antes de decir las siete palabras, antes de que la gloria se abriera y llegaran los relámpagos y los temblores, los violentos aires y los granizos; Andrés Maldonado, el crucificado, suplicaba al romano desde las alturas:
“Ponle más agüita a la esponja, que está dura la calor acá arriba”
“Nada, nada, no te vamos a dar nada por grosero”
“Ándale, que anoche los fariseos me dieron unos chíngueres y me siento muy fregado”
“¡nada, nada!”
“¡Oooh! Yo no tuve la culpa, chingao, fueron los fariseos”
“Nada, nada, te dijimos que no aceptaras nada de esos cabrones, ahora te aguantas”
“¡Aaah!”