El número es difícil, complicado, curiosamente lo que esconde no lo es. El cuarto huele siempre a limpio, la atmósfera es de apremio, las cortinas que esconden sus ventanas son de tela gruesa, gabardina y lona café obscuro. Si uno apaga la luz en pleno día queda la penumbra, algo que se agradece cuando el deseo diurno anula las perspectivas y el espacio.
El piso está cubierto con una alfombra que silencia los pasos intranquilos; las paredes tienen un color crema y están extraordinariamente desnudas, sin cuadros y sin fotos, no hay cartas de pasante o imágenes fantásticas; solo hay un espejo incómodo que suele ocultar panópticas escenas que terminan en videos en el Hong Kong de Aldaco o en el Anillo de Circunvalación, por eso uno cubre con la chamarra de mezclilla negra los espejos de este cuarto.
Cuando entras al 137 la privacidad se vuelve obsesiva, los focos lanzan una luz a media vida, los cuerpos relumbran con fosforescencias, los sudores casi siempre son cristales, pequeños diamantes forjados en el entresijo, en la presión, en la humedad salada.
Minimalista, afortunadamente bello, sin objetos, con excesos, sin letras y si ropa usada y la loción del diario, en el baño apenas un jabón y olor a cloro, dos toallas blancas y agua caliente. El silencio se agradece. Hay una televisión que no sirve de nada. El olor es perfecto, sin cocinas engrasadas ni guisados cotidianos, no existen los sillones ni el librero. No está el polvo de los días acumulado.
Así es el cuarto 137, con lo necesario para soportar el naufragio en el mar de la mediocridad. Quién quiere dormir en esta desierto centenario con 37 lunas y una llave que no abre la puerta de tu casa. Es el único cuarto en donde no he dormido.
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