jueves, 22 de octubre de 2009

Las tribulaciones del General Rauda 3


III

El pueblo se veía lejos. Una línea brillante partía el lago multiplicando el rostro de la luna. La sierra se anunciaba como un enorme monstruo hecho de sombras. Rauda suspiró desencantado. Todo había terminado, lo sabía muy bien. Ahora vendrían las necesarias venganzas, las persecuciones, el esconderse como los alicantes y los escorpiones. El aire húmedo bajaba de la sierra precipitándose por entre los espinos y los cedros. Parecía imposible que la revelación no llegara. Unos balazos se escucharon muy lejos. En otros tiempos todo hubiera sido distinto, ahora solo quedaba el reflejo, ese movimiento necio de su mano rumbo a la pistola. Nada más.
Era inconcebible que el milagro no irrumpiera. Tal vez si fuera al pueblo, pero no, cualquiera en estos días lo mataría sin dudarlo. Tengo que platicar con él, pensó Rauda angustiado, tengo que decirle.
Unas hormigas en una piedra arrastraban un enorme gusano, las nubes blancas se iluminaban con la luz incierta de la luna. Rauda se sintió desamparado. Si tan sólo pudiera platicar con él, decirle de sus horrorosas noches en Tierra Caliente, de sus pesadillas llenas de ojos desorbitados, de gritos endemoniados y de intestinos como víboras tragándoselo; decirle que todo había ocurrido por ver el agua de las grutas de la Mora, todo se había puesto oscuro después de eso.
En la lejanía los disparos se seguían escuchando. Y sin embargo todo estaba en su lugar, se respiraba una normalidad pesada, no se escuchaban gemidos ni voces sin garganta, tampoco se veían luces en el cielo ni se sentía ese estremecimiento que acompaña a todas las Anunciaciones. Nada. Rauda se sintió vacío. Anhelaba pisar el templo,  ver las piedras del altar, la mirada del señor de la Misericordia, sus llagas, su corona, pero por sobre todo, escuchar su voz, esa voz profunda diciéndole: “Todo va estar bien Martín, mañana estarás conmigo en el Paraíso”. Pero no podía hacer nada. No pasaba nada.Todo mundo lo buscaba. El pueblo estaba tomado por los federales. Era imposible que a estas alturas el milagro no llegara.

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