jueves, 29 de octubre de 2009

Las Tribulaciones del General Rauda 4


IV
“¿Qué es algo duro, largo y grandote que tengo aquí, entre las piernas?”
El aire se tensó como la soga de un colgado. La mujer de Florencio Madrigal miró maliciosamente a Rauda, el doctor Orozco se sonrojó de la cólera. El general Inés Chávez le lanzó una mirada fiera.
“Qué es, pues” - imprecó Rauda tranquilamente.
“¡Ay! cómo es usted general, siempre tan bromista” - dijo la señora del general Mendoza.
“Contesten, pues, qué es, a ver” - presionó Rauda enrareciendo el ambiente y volviéndolo espeso, anunciando el brillo negro de los revólveres. Solo entonces, y con la firme y malvada intención de que las tropas se quedaran sin generales, Mechitos Santoscoy, con su enorme sonrisa y su voz chillona, afiló navajas:
“No, general, no le atinamos, qué es eso que tiene usted tan grande y tan grueso entre las piernas.”
Inés Chávez recorrió fugazmente su mano hacia el revolver y miró de reojo a Rauda, quien sin alterarse sonrió y dijo:
“Pues la pata de la mesa, pues qué más iba ser.”

jueves, 22 de octubre de 2009

Las tribulaciones del General Rauda 3


III

El pueblo se veía lejos. Una línea brillante partía el lago multiplicando el rostro de la luna. La sierra se anunciaba como un enorme monstruo hecho de sombras. Rauda suspiró desencantado. Todo había terminado, lo sabía muy bien. Ahora vendrían las necesarias venganzas, las persecuciones, el esconderse como los alicantes y los escorpiones. El aire húmedo bajaba de la sierra precipitándose por entre los espinos y los cedros. Parecía imposible que la revelación no llegara. Unos balazos se escucharon muy lejos. En otros tiempos todo hubiera sido distinto, ahora solo quedaba el reflejo, ese movimiento necio de su mano rumbo a la pistola. Nada más.
Era inconcebible que el milagro no irrumpiera. Tal vez si fuera al pueblo, pero no, cualquiera en estos días lo mataría sin dudarlo. Tengo que platicar con él, pensó Rauda angustiado, tengo que decirle.
Unas hormigas en una piedra arrastraban un enorme gusano, las nubes blancas se iluminaban con la luz incierta de la luna. Rauda se sintió desamparado. Si tan sólo pudiera platicar con él, decirle de sus horrorosas noches en Tierra Caliente, de sus pesadillas llenas de ojos desorbitados, de gritos endemoniados y de intestinos como víboras tragándoselo; decirle que todo había ocurrido por ver el agua de las grutas de la Mora, todo se había puesto oscuro después de eso.
En la lejanía los disparos se seguían escuchando. Y sin embargo todo estaba en su lugar, se respiraba una normalidad pesada, no se escuchaban gemidos ni voces sin garganta, tampoco se veían luces en el cielo ni se sentía ese estremecimiento que acompaña a todas las Anunciaciones. Nada. Rauda se sintió vacío. Anhelaba pisar el templo,  ver las piedras del altar, la mirada del señor de la Misericordia, sus llagas, su corona, pero por sobre todo, escuchar su voz, esa voz profunda diciéndole: “Todo va estar bien Martín, mañana estarás conmigo en el Paraíso”. Pero no podía hacer nada. No pasaba nada.Todo mundo lo buscaba. El pueblo estaba tomado por los federales. Era imposible que a estas alturas el milagro no llegara.

miércoles, 14 de octubre de 2009

La Tribulaciones del General Rauda 2


II
Las noticias llegaban como las lluvias: abundantes y tormentosas: Martín Rauda, que a bien no se sabían sus filiaciones políticas, "sus creencias y sus ideologías" asolaba los estados del bajío mexicano. Donde quiera se aparecía emboscando Federales en los llanos de Guadalajara, en los ranchos de Capacuaro, en las barrancas de Amealco, en la sierra se quejaban pues  acosaba y extorsionaba a los Agrarios de Pichátaro, otras veces, con banda y cuete, entraba gritando por la puerta grande en Uruapan, o había noticias de una tremenda boda con una tierracalenteña en Tumbiscatío.
En todos lados se hablaban de los excesos del general Rauda, en las cantinas, en las escuelas, en los noticieros radiofónicos: “Los bandidos dirigidos por el forajido Martín Rauda han atracado la ciudad de Zamora. El saldo es de veinticinco mujeres violadas, trescientos hombres fusilados...”
Todo era muy difuso, extraño, hiperbólico, cosas de más, cosas de menos, cosas no dichas; pero lo cierto era que las historias fluían  como crecida de cerro y Martín Rauda seguía cabalgando por los páramos de Occidente. Tan inauditos acontecimientos solo provocaban pena ajena, vergüenza y furia, demasiada furia.
Hasta que una noche, a la mitad de una sofisticada cena, en el deslumbrante  Castillo de Chapultepéc, el Jefe Máximo se meció el bigote, entrecerró los ojos  y se paró gesticulando  después de que un joven cadete le murmuró unas palabras al oído. Una junta extraordinaria exigía su presencia. Minutos después, y  a pesar del tintineo de los cubiertos de fina plata, de los acordes de fina música, de las risas desahogadas y de los discretos brindis; en todo el salón se escuchó claramente una consigna: 
“¡Quiero que me traigan la cabeza de ese hijo de su chingada madre!”

sábado, 10 de octubre de 2009

Las Tribulaciones del General Rauda 1


                                                I
“General, general, siéntese usted aquí, por favor mi general; mire, mire, aquí se ve bien bonito el follaje”
El general barrió con la mirada la finca de don Ernesto Madrigal y se sentó resoplando ante una mesa llena de viandas y bebidas caras. Saludó a los presentes con un rápido movimiento de mano, mientras sus ojos observaban ansiosos el horizonte.
“Mi general -se esmeraba don Ernesto- pruebe usted estas corunditas rellenas, mire, póngale usted esta salsa, está buenísima.”
Rauda devoró una corunda  con mucha salsa, resoplaba al masticar y no dejaba de mirar los cerros detrás de la casa. La reunión se animó  cuando llegaron  las carnitas con  el churipo, los calzones del diablo y el caldo de pescado, el cuerpo del general se movía pendularmente, mientras su mirada obstinada trataba de descifrar el horizonte sin conseguirlo.
“¿Verdad que es hermoso el follaje, mi general?”  - Dijo don Ernesto mientras observaba orgulloso su finca.
“¡Qué no veo esa chingadera, hombre” - explotó Rauda.
“¡Qué pasa, mí general -imprecó don Ernesto, pálido y con voz temblorosa- qué es lo que usted no ve, mi general!”
“Pus eso, chingao, a ver si quitan esas pinches ramas para ver el follaje.”

miércoles, 7 de octubre de 2009

El hada verde


Dicen que a Baudelaire, en el 48, se le vio por las calles de Paris con un fusil en las manos arengando a las multitudes a intentar la revolución. Se sabe también que la noche anterior el señor de los paraísos artificiales había ingerido algunas copas de ajenjo, bebida verde que según palabras de Thomas de Quincey, es el menstruo de las hadas asesinas. Combinación mortal: revolución y ajenjo; al parecer la más original revolución decimonónica fue propiciada por los ardores del hada verde. Se sabe que Rimbaud la tomaba al igual que Alfred Jarry, el mismo que murió de una sobredosis del verdoso menstruo: poética justicia para aquel que creo la estética del absurdo; pues absurdo fue, sin duda, morir de verde, en ese mar verde y con esa muerte verde; sinestésico desenlace, de ahí los versos de Lorca, verde que te quiero verde, verde viento, verde agua. El verde marcó también a Edgar Poe, los demonios que lo atormentaron en sus noches de delirium tenían el rostro verde, verde era la baba de sus difuntos y el olor de sus masacres en aquellos polos árticos insólitamente verdes.

Los naturalistas y los realistas no eran muy coloridos, salvo las sonrojadas mejillas de Fortunata al ver la virilidad de Juanito Santacruz y el bucólico adulterio de Bovary teñido en un rosa recatado, los colores desaparecen de sus textos, los cuales se sofocan de luz, un exceso de luz que alumbra y descubre el color del sexo escondido, siempre velado y difuminado en descripciones eufemísticas sobre penes erectos y vaginas dispuestas.

El universo del sexo está por todos lados en las páginas decimonónicas pero nunca se dice directamente, no se nombra. La novela rosa, tan cara a Torres Bodet y a Valery, nace del ocultamiento del color del sexo dispuesto; a Emilia Pardo Bazán se le atragantaban las palabras, las descripciones se le amotinaban cuando alguna de sus heroínas se excitaba, un recato sumamente elocuente, pero nada distinto al de Baudelaire imaginando celestiales ninfómanas o al de aquel adolescente que descubrió en los verdes de África que traficar con humanos era un negocio en decadencia. Del sexo es difícil hablar pero de la muerte, la autodestrucción, de la violencia es fácil.
Lorca decía que el color verde es el color de los gitanos, explicaría después que el verde es el color de la muerte, decía que cuando un toro embestía a un torero el mundo se tornaba verde, verde el mundo, la mar y la montaña, verde la sangre que fluía de la cornada y verde era la muerte que embestía en los tercios. Según palabras de la hermana de Rimbaud éste tenía la pierna verde al retornar de su viaje por África, verde también es el color de los Románticos españoles, Bécquer, hiperbólico siempre, solo entendía el mundo a través de unos ojos verdes.

Es curioso que las mejillas sonrosadas de los bebés que mordía en su delirio pedófilo Lautremont fueran las páginas más negras de la literatura francesa del diecinueve, y es curioso también que en el verde mar donde Maldoror copulaba con tiburones, fuera el mismo verde que deslumbró a Gauguin cuando se hartó, al igual que el autor del barco ebrio, de la Europa sonrosada, fascinada por aquellos días por el fervor de la novela de princesas y marquesas, de príncipes y atletas positivistas, los mismos que inventaron aquello de que el verde es vida, pues es el color de la naturaleza y de la salud vegetariana.

Nietszche amaba los colores pues odiaba el gris del cinismo europeo y la estupidez pangermanista, por eso al final de sus días, recluido en el psiquiátrico decía que el color de la vagina de su madre era ocre, como los pueblos secos del medio oeste norteamericano: el universo sin color, sin vida. En los últimos meses de ese siglo de contradicciones la hermana de Nietszche hizo lo imposible por retirar el último libro de su hermano de la librerías italianas y alemanas, era demasiado y se decía demasiado, sin embargo dos ejemplares se salvaron de la censura familiar: un ejemplar lo adquirió un psicólogo austriaco discípulo de Freud y otro un periodista inglés, curiosamente apellidado Green. Siglo sinestésico, no cabe duda.

Bacho crónico. Corrección prosódica

Está dormido, respira fuerte. Sus compañeros se ríen, lo observo y digo, de seguro su compañero se levantó temprano para ir a trabajar. Un...