Dicen que a Baudelaire, en el 48, se le vio por las calles de Paris con un fusil en las manos arengando a las multitudes a intentar la revolución. Se sabe también que la noche anterior el señor de los paraísos artificiales había ingerido algunas copas de ajenjo, bebida verde que según palabras de Thomas de Quincey, es el menstruo de las hadas asesinas. Combinación mortal: revolución y ajenjo; al parecer la más original revolución decimonónica fue propiciada por los ardores del hada verde. Se sabe que Rimbaud la tomaba al igual que Alfred Jarry, el mismo que murió de una sobredosis del verdoso menstruo: poética justicia para aquel que creo la estética del absurdo; pues absurdo fue, sin duda, morir de verde, en ese mar verde y con esa muerte verde; sinestésico desenlace, de ahí los versos de Lorca, verde que te quiero verde, verde viento, verde agua. El verde marcó también a Edgar Poe, los demonios que lo atormentaron en sus noches de delirium tenían el rostro verde, verde era la baba de sus difuntos y el olor de sus masacres en aquellos polos árticos insólitamente verdes.
Los naturalistas y los realistas no eran muy coloridos, salvo las sonrojadas mejillas de Fortunata al ver la virilidad de Juanito Santacruz y el bucólico adulterio de Bovary teñido en un rosa recatado, los colores desaparecen de sus textos, los cuales se sofocan de luz, un exceso de luz que alumbra y descubre el color del sexo escondido, siempre velado y difuminado en descripciones eufemísticas sobre penes erectos y vaginas dispuestas.
El universo del sexo está por todos lados en las páginas decimonónicas pero nunca se dice directamente, no se nombra. La novela rosa, tan cara a Torres Bodet y a Valery, nace del ocultamiento del color del sexo dispuesto; a Emilia Pardo Bazán se le atragantaban las palabras, las descripciones se le amotinaban cuando alguna de sus heroínas se excitaba, un recato sumamente elocuente, pero nada distinto al de Baudelaire imaginando celestiales ninfómanas o al de aquel adolescente que descubrió en los verdes de África que traficar con humanos era un negocio en decadencia. Del sexo es difícil hablar pero de la muerte, la autodestrucción, de la violencia es fácil.
Lorca decía que el color verde es el color de los gitanos, explicaría después que el verde es el color de la muerte, decía que cuando un toro embestía a un torero el mundo se tornaba verde, verde el mundo, la mar y la montaña, verde la sangre que fluía de la cornada y verde era la muerte que embestía en los tercios. Según palabras de la hermana de Rimbaud éste tenía la pierna verde al retornar de su viaje por África, verde también es el color de los Románticos españoles, Bécquer, hiperbólico siempre, solo entendía el mundo a través de unos ojos verdes.
Es curioso que las mejillas sonrosadas de los bebés que mordía en su delirio pedófilo Lautremont fueran las páginas más negras de la literatura francesa del diecinueve, y es curioso también que en el verde mar donde Maldoror copulaba con tiburones, fuera el mismo verde que deslumbró a Gauguin cuando se hartó, al igual que el autor del barco ebrio, de la Europa sonrosada, fascinada por aquellos días por el fervor de la novela de princesas y marquesas, de príncipes y atletas positivistas, los mismos que inventaron aquello de que el verde es vida, pues es el color de la naturaleza y de la salud vegetariana.
Nietszche amaba los colores pues odiaba el gris del cinismo europeo y la estupidez pangermanista, por eso al final de sus días, recluido en el psiquiátrico decía que el color de la vagina de su madre era ocre, como los pueblos secos del medio oeste norteamericano: el universo sin color, sin vida. En los últimos meses de ese siglo de contradicciones la hermana de Nietszche hizo lo imposible por retirar el último libro de su hermano de la librerías italianas y alemanas, era demasiado y se decía demasiado, sin embargo dos ejemplares se salvaron de la censura familiar: un ejemplar lo adquirió un psicólogo austriaco discípulo de Freud y otro un periodista inglés, curiosamente apellidado Green. Siglo sinestésico, no cabe duda.