Los podemos observar inmortalizados en mosaicos y azulejos, en platos dóricos y vasijas escitas, en las apologías de Plutarco y en las alegorías hierofánicas persas, los vemos orgullosos: el semidios Alejandro de Macedonia montando a su caballo Bucéfalo, aquel corcel que no permitía otra entre pierna en su lomo más que la del conquistador. Bruce Chatwin afirma que ese caballo fue el único y verdadero amor de Alejandro, y así los retratan en esa incesante e insensata iconografía mitológica durante milenios: siempre juntos, nerviosos, decididos, extáticos. El jinete y su compañero como la vindicación de un amor transespecie, diferente. En este mismo tenor, y ya dentro de la tradición popular de los corridos, Villa y Siete Leguas, el Blanco y el Moro, y ese extraño jinete que monta al Tordillo después de la masacre de la batalla de Celeya. La mujer está ausente en los corridos de caballos así como en la vida de Alejandro, solo la presencia de la rienda y el relinchido; la vida y también la muerte sobre un caballo. El Tordillo era entendido, dice la voz lírica, Búcéfalo también y el Blanco más en esa fuga insensata y paranoica hacia ningún lado. Paradigmático corrido de la imposibilidad del amor transespecie: en esos páramos lejanos y secos, en la agonía un misterioso jinete prueba las bondades de la supervivencia y el aguante del caballo, hay placer en la voz del interprete al describir esa fuga hacia la muerte, la consumación siempre queda en el eufemismo y deja atrás un gigantesco imperio, una historia de amor, un orgasmo inédito y los encabalgamientos poéticos en los octosílabos de un texto hindi, un corrido y las comparaciones de Plutarco el cual se olvida, misteriosamente, de Genitor y Bucéfalo
lunes, 6 de julio de 2009
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