sábado, 26 de junio de 2010

Un monstruo a rayas

El universo está lleno y de pronto se convulsiona: una explosión, un caos reverberante que no para hasta destruir todo: los árboles, el nido, una ciudad entera; y el insólito sol que no desaparece. Pero siempre queda ese vacío al final del frenesí y las caras largas y los gritos desesperados, esa incomprensión brutal derritiendo la nieve y las entrañas. No hay ideas hay impulsos: ganas de gritar, una línea recta que debe recorrerse hasta el final. No es la mala conducta o el diablo en el cuerpo, es algo antes de la razón, un río desbocado, interno y eterno. Dave Eggers sabe de la angustia del niño hiperactivo, el niño que no piensa y solo actúa, esos seres extraordinariamente operativos, no existen las dudas y tampoco las reservas y el pronóstico, solo existe la siguiente acción, una secuencia inmensa que no termina, y lo que es peor, con el aburrimiento acechando en cada poro, en cada exhalación, esperando, paciente para detenerlo y echarlo a perder todo.


El narrador está muy cerca, demasiado cerca, casi un alter ego. Le duele la condición extradiegética. Y sin embargo Eggers sabe que en esta historia es necesaria la “distancia”, un extrañamiento casi doloroso; Los Monstruos se convierte así en un relato en donde el narrador asiste y desiste en convertirse en protagónico, está muy cerca, Max lo ve a los ojos, pero no lo reconoce, como no reconoce el mundo entero que insiste en no saber de ese río de frustraciones que le cubre el cuerpo con su disfraz de niño lobo.

Asistir a un relato de Dave Eggers es enfrentar un universo regido por un aliento absurdo, pero no por que pierda el sentido sus historias, sino porque estas historias adquieren sentido a través de la perspicacia de un narrador que reconoce en sus personajes que la vida está plena de sinsentidos. Al igual que Foster Wallace  Dave Eggers se regodea en la mediocridad cotidiana de una sociedad que tiene todo menos sentido, sentido de orientación y de reserva: por eso el símil del niño hiperactivo y el universo todo: la constante es la acción, el no aburrirse, en desechar las consecuencias, en divertirse: Max llega a la isla de donde vienen los Monstruos después de una fuga insensata de una realidad que lo detesta: se embarca a “lo loco” en una nave, un viaje que a bien no sabemos si termina en el delirio del hambre, en la pesadilla o en el advenimiento de un mundo fantástico lleno de Monstruos.

Las palabras pesan, tienen un sentido y un significado; por eso debes tener reservas, cuidado con lo que dices: siempre hay alguien que toma tus palabras como un hecho y no como una hipótesis:

“…Y entonces, por fin, cuando finalmente el amarillo líquido del sol se abrió paso, el cuerpo de Carol se relajó y luego se sacudió a oleadas, como si riera o llorara. Max no sabría decirlo. Pero el hechizo, con indiferencia de lo que fuera, se había roto. Carol se volvió.

— ¡Eh, Max! Estabas equivocado con eso de que el sol se moría. Mira, está aquí mismo.

Max no sabía cómo explicarlo.

— No vuelvas a asustarme así, ¿vale colega?”

Vale Colega.

domingo, 6 de junio de 2010

Mr. Worms


Un excelente fragmento de "el Hombre que fue Jueves. Una pesadilla" de G.K.Chesterton:


"...Al entrar en esta sala, sintió que los pies se le pegaban al suelo. Allí, en una mesita arrinconada justo a la opaca ventana que daba sobre la calle cubierta de nieve, estaba instalado el viejo Profesor anarquista, frente a un vaso de leche, con su cara lívida y sus párpados entrecerrados. Syme se quedó tan tieso como su bastón. Y después, fingiendo mucha prisa, pasó rozando al Profesor, empujó la puerta y la cerró con estrépito, y se metió en la nieve. —¿Será posible que me ande siguiendo este cadáver? —se dijo mordiéndose con rabia el bigote—. Sin duda me he entretenido aquí tanto tiempo que hasta este cojirrengo logró darme alcance. Por fortuna con sólo apresurarme un poco puedo ponerme tan lejos de él como de aquí a Tombuctú. ¿Estaré viendo visiones? A lo mejor el pobre hombre no viene siguiéndome, El Domingo no había de ser tan torpe que me hiciera seguir por un lisiado.
Morigeró su marcha, jugó el bastón entre los dedos, y tomó rumbo al Covent Garden. Al atravesar el inmenso mercado, nevaba furiosamente, y el día se había oscurecido como si empezara a anochecer. Los copos de nieve lo atormentaban como un enjambre de abejas de plata. Se le metían por la barba, le pinchaban los ojos, añadiendo su incomodidad a la sobreexcitación de sus nervios. Cuando, con paso vacilante, alcanzó la entrada de Fleet Street, ya había perdido la paciencia: encontró abierto un restaurante de té dominical, y se refugió allí. Pidió, para justificar su presencia, una taza de café solo. Pero apenas acababa de pedirlo, cuando el Profesor de Worms entró cojeando penosamente, se sentó con mucho trabajo y pidió un vaso de leche.
A Syme se le cayó el bastón, produciendo un ruido metálico que acusaba la presencia del verduguillo. Pero el Profesor no levantó la vista. Syme, que de ordinario era hombre tranquilo, se le quedó mirando con el asombro con que el rústico ve una suerte de magia. Estaba seguro de que no le había seguido ningún coche; ningún ruido de ruedas se había oído a la puerta del restaurante; según toda apariencia, aquel hombre había venido a pie. ¡Pero si aquel hombre no andaba más que un caracol, y Syme había volado más que el viento! Se levantó a recoger su bastón enloquecido por aquella contradicción aritmética, y salió empujando las puertas de resorte sin probar el café. En este instante pasaba un ómnibus hacia el Banco a toda rapidez; tuvo que correr para alcanzarlo, pero logró saltar al estribo. Allí se detuvo un instante para tomar resuello, después trepó a la imperial. Haría medio minuto que estaba sentado, cuando le pareció oír detrás una respiración pesada y asmática.
Volvióse rápidamente, y vio aparecer, poco a poco, por la escalerilla del ómnibus, un sombrero lleno de nieve y, a la sombra del ala, la cara miope y los hombros vacilantes del Profesor Worms. Ocupó un asiento con gran cuidado, y se arrebujó en su capa hasta la barba.
Todos los movimientos de aquel cuerpo tambaleante y aquellas manos temblorosas, los ademanes inciertos y las pausas pánicas, hacían indudable que aquel hombre estaba perdido, sumido en la mayor imbecilidad física. Se movía por pulgadas, se tumbaba en el asiento con infinitas precauciones. Y sin embargo, a no ser un mito las entidades filosóficas llamadas tiempo y espacio, era indudable que aquel hombre había corrido para alcanzar el ómnibus."

Bacho crónico. Corrección prosódica

Está dormido, respira fuerte. Sus compañeros se ríen, lo observo y digo, de seguro su compañero se levantó temprano para ir a trabajar. Un...