El universo está lleno y de pronto se convulsiona: una explosión, un caos reverberante que no para hasta destruir todo: los árboles, el nido, una ciudad entera; y el insólito sol que no desaparece. Pero siempre queda ese vacío al final del frenesí y las caras largas y los gritos desesperados, esa incomprensión brutal derritiendo la nieve y las entrañas. No hay ideas hay impulsos: ganas de gritar, una línea recta que debe recorrerse hasta el final. No es la mala conducta o el diablo en el cuerpo, es algo antes de la razón, un río desbocado, interno y eterno. Dave Eggers sabe de la angustia del niño hiperactivo, el niño que no piensa y solo actúa, esos seres extraordinariamente operativos, no existen las dudas y tampoco las reservas y el pronóstico, solo existe la siguiente acción, una secuencia inmensa que no termina, y lo que es peor, con el aburrimiento acechando en cada poro, en cada exhalación, esperando, paciente para detenerlo y echarlo a perder todo.
El narrador está muy cerca, demasiado cerca, casi un alter ego. Le duele la condición extradiegética. Y sin embargo Eggers sabe que en esta historia es necesaria la “distancia”, un extrañamiento casi doloroso; Los Monstruos se convierte así en un relato en donde el narrador asiste y desiste en convertirse en protagónico, está muy cerca, Max lo ve a los ojos, pero no lo reconoce, como no reconoce el mundo entero que insiste en no saber de ese río de frustraciones que le cubre el cuerpo con su disfraz de niño lobo.
Asistir a un relato de Dave Eggers es enfrentar un universo regido por un aliento absurdo, pero no por que pierda el sentido sus historias, sino porque estas historias adquieren sentido a través de la perspicacia de un narrador que reconoce en sus personajes que la vida está plena de sinsentidos. Al igual que Foster Wallace Dave Eggers se regodea en la mediocridad cotidiana de una sociedad que tiene todo menos sentido, sentido de orientación y de reserva: por eso el símil del niño hiperactivo y el universo todo: la constante es la acción, el no aburrirse, en desechar las consecuencias, en divertirse: Max llega a la isla de donde vienen los Monstruos después de una fuga insensata de una realidad que lo detesta: se embarca a “lo loco” en una nave, un viaje que a bien no sabemos si termina en el delirio del hambre, en la pesadilla o en el advenimiento de un mundo fantástico lleno de Monstruos.
Las palabras pesan, tienen un sentido y un significado; por eso debes tener reservas, cuidado con lo que dices: siempre hay alguien que toma tus palabras como un hecho y no como una hipótesis:
“…Y entonces, por fin, cuando finalmente el amarillo líquido del sol se abrió paso, el cuerpo de Carol se relajó y luego se sacudió a oleadas, como si riera o llorara. Max no sabría decirlo. Pero el hechizo, con indiferencia de lo que fuera, se había roto. Carol se volvió.
— ¡Eh, Max! Estabas equivocado con eso de que el sol se moría. Mira, está aquí mismo.
Max no sabía cómo explicarlo.
— No vuelvas a asustarme así, ¿vale colega?”
Vale Colega.
Vale Colega.