En cierta ocasión le pidieron a Francisco de Quevedo que explicara una pintura del Bosco cuando éste expuso su Jardín de las Delicias Terrenales a los ojos de todas las Españas. Quevedo fue cauto, por no decir templado: “por que nunca –dijo- había creído que existieran demonios deveras”. El comentario del español pone en evidencia lo difícil que resulta hablar sobre una obra de arte. No es simple. La antigua retórica ordena al orador que al describir una obra de arte ésta debe ser tan exacta que el escucha debe “ver” el objeto ausente como si realmente estuviera presente, solo entonces puede decirse que la écfrasis es exitosa.
Hablar de una pintura, describir sus trazos, dedicar palabras a la combinación de los colores, a las formas, a los símbolos; implica, necesariamente, acercarse al misterio y al engranaje de una enfermedad mental: la sinestesia, esa rara afección que obliga al enfermo a paladear los colores, a oler los trazos, a escuchar las formas. La écfrasis, se explica como un esfuerzo por traducir con palabras los delirios de la sinestesia. Enfermedad decimonónica no cabe duda, pero conocida veinte siglos atrás en las furias de Pigmalión y de Orfeo.
Leo Spitzer dice que el futuro de las ciencias críticas está en la écfrasis, en la interconexión, irremediable, de todas las formas de arte y de su crítica; ahora, el afanoso y envidioso crítico literario no solamente debe acceder a las catacumbas del texto sino exiliar la mirada a los trazos de una canción, de una sinfonía, a los trayectorias de una pintura, ampliar el paradigma ¿o acaso las artes todas se cocinan cada cual por separado? ¿acaso las artes son independientes unas de otras? No, dice Spitzer, el caldero hierve y dentro del calor creativo no podemos meter la mano y descifrar por separado un arte de otro, tenemos que pensar en conjunto, dejar de lado el método como propone la horda posmoderna, desde los ecologistas hasta los adoradores de la seducción y el caos.
En el fondo todo es muy confuso, es cierto, pero no por eso deja de ser interesante. En fin, se pueden argumentar muchas cosas: la sinestesia es una enfermedad mental, la écfrasis es la vanguardia de los discursos interdisciplinarios, también, y esto es lo importante, al menos para los primordiales, argumentar que la pinturas de Ome Tochtli tienen un motivo para suponer que el sol no es el mismo cada día, que el diagrama de la locura es del grueso de un color, que el sexo dispuesto está siempre en el abismo del instante, que de vez en cuando los colores se van y se queda esa memoria que insiste en reinventarse. Se puede argumentar también una interpretación, un esfuerzo por descubrir la influencias, probar que las imágenes de Escher se mezclan con las formas de De Chirico en un cuadro Martín, sin embargo eso es pedir demasiado, no sabremos nunca definir sus influencias, buscar las sinápsis creativas en la obra de arte es como perseguir los simulacros de Lucrecio o tratar de adivinar los pensamientos de Gilgamesh, dejemos esos excesos para Jacob Buckhardt que decía saber exactamente qué pensaba en su soledades Constantino el grande.
En los cuadros de Ome Tochtli los colores se te escapan, las mujeres de perfil sesgadas a la izquierda no te miran, las escaleras no se bajan y los caracoles nada saben del reino de los muertos.
Y qué decir, además, de los Armatostes.
Así es, todavía faltan los Armatostes. Un Armatoste según definición regular de los diccionarios, es todo aquel objeto grande y de poca utilidad, estorboso y viejo; una segunda definición dice que son aquellas personas corpulentas qué para nada sirven (habrá que decir también que hay personas que no son corpulentas y tampoco sirven para nada). En fin, un Armatoste, por tanto, es aquello que alguna vez tuvo determinado uso pero por diferentes razones deja de tenerlo y no tiene ya utilidad específica. ”Quita ese armatoste de aquí” solemos decir cuando algo voluminoso nos hace menos el espacio o nos impide el paso, también decimos que es un Armatoste las ruinas de una iglesia o de una fábrica abandonada, el socavón de una mina o de una antigua hacienda: reflejos esqueléticos y herrumbrosos de un pasado del cual no queremos saber nada y sin embargo están ahí, necios, enormes, fastidiosos; como recordando que el pasado, ese vientre del alma, está ahí, esperando, silencioso, presente.
Pero los Armatostes no solo son cosas voluminosas o personas inútiles también tienen un símil en el terreno de la ideas, hay teorías estéticas o corrientes filosóficas que en su momento fueron útiles y necesarias y sin embargo ahora no producen diálogo alguno y todos las tachan de imprecisas o hiperbólicas; lo mismo sucede con algunas categorías, como la Historia, La teoría literaria o la idea de Dios, las han vilipendiado y las han asesinado, y sin embargo, están ahí, presentes en la mente de millones de personas. Así las esculturas de Martín, esos Armatostes que inventan una música sin sonidos, una melodía que todos saben escuchar pero nadie quiere comprender, ¿será necesario explicar los mecanismos del caos para comprender el orden de las ideas? No se trata de un Química demente, o de una física insensata, se trata solo del caos que ordena, del orden de la finitud, del incesante respirar del tiempo, de ese tiempo que te hace sudar hacia dentro.
Martín Gallegos es extremo no cabe duda, otros dirían que hiperbólico como todos los poetas, algunos más dirán que exagerado, dudo que a él le importen las babas del diabólico, la ingesta de adjetivos y la superproducción de cibernéticas imágenes. Borges decía que uno termina pareciéndose íntimamente a su enemigo, que bajo la diestra del Señor los antagonistas son las dos caras de una misma moneda, ignoro si Martín tenga enemigos, pero si tal antagonista existe entonces no puede ser otro que ese íntimo que dibuja eso trazos apócrifos, sin dueño, sin casa y con mujeres que miran a la siniestra, con escaleras que no pueden subirse y con esculturas en donde los sonidos arrecian las pasiones y desordenan las hipérboles; a final de cuentas la obra es un espejo, y un espejo, no cabe duda, es lo que perseguimos todos en la vida: un reflejo de nosotros mismos. Desde hace décadas eso es la obra de Ome Tochtli un enorme espejo, vertical estanque, en donde el abismo tiene luz, color y un rostro: nuestro rostro.